Emma

Emma hablaba con una seguridad que hizo vacilar al señor Knightley, con una satisfacción que le hizo callarse. Estaba muy alegre y hubiese querido prolongar la conversación con el deseo de enterarse de los detalles de sus sospechas, de que le describiera cada mirada, cada uno de los pormenores y circunstancias, por los que decía sentir tanto interés. Pero la jovialidad de ella no encontró eco en su interlocutor. El señor Knightley se daba cuenta de que no podía ser útil, y aquella conversación le estaba irritando demasiado. Y a fin de que su irritación no se convirtiera en verdadera fiebre con el fuego que las delicadas costumbres del señor Woodhouse obligaban a que se encendiese casi todas las tardes del año, no tardó en despedirse apresuradamente y en encaminarse hacia su fría y solitaria Donwell Abbey.









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