Orgullo y prejuicio

―¡Es siempre encantadora! ―exclamó él con tosca galantería―. No puedo dudar de que mi proposición será aceptada cuando sea sancionada por la autoridad de sus excelentes padres.

Ante tal empeño de engañarse a sí mismo, Elizabeth no contestó y se fue al instante sin decir palabra, decidida, en el caso de que Collins persistiese en considerar sus reiteradas negativas como un frívolo sistema de estímulo, a recurrir a su padre, cuyo rechazo sería formulado de tal modo que resultaría inapelable y cuya actitud, al menos, no podría confundirse con la afectación y la coquetería de una dama elegante.

 








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