Orgullo y prejuicio

CAPÍTULO XLI

Pasó pronto la primera semana del regreso, y entraron en la segunda, que era la última de la estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de la localidad languidecían; la tristeza era casi general. Sólo las hijas mayores de los Bennet eran capaces de comer, beber y dormir como si no pasara nada. Catherine y Lydia les reprochaban a menudo su insensibilidad. Estaban muy abatidas y no podían comprender tal dureza de corazón en miembros de su propia familia.

―¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer? ―exclamaban desoladas―. ¿Cómo puedes sonreír de esa manera, Elizabeth?

Su cariñosa madre compartía su pesar y se acordaba de lo que ella misma había sufrido por una ocasión semejante hacía veinticinco años.

―Recuerdo ―decía― que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller, creí que se me iba a partir el corazón.

―El mío también se hará pedazos ―dijo Lydia.

―¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ―suspiró la señora Bennet.

―¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco complaciente!

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