Peter Pan

Pero por desgracia la señora Darling no podía dejarla colgando de la ventana: parecía parte de la colada y no era digno del prestigio de la casa. Se le ocurrió enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos de invierno de John y Michael, con un paño húmedo enrollado en la cabeza para mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía perfectamente lo que él diría:

—Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.

Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que llegara un momento adecuado para decírselo a su marido. ¡Ay, Dios mío!

El momento llegó una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que ser viernes, cómo no.[1]

—Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes —le decía después a su marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.

—No, no —le decía siempre el señor Darling—. Yo soy el responsable de todo. Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.

Había sido educado en el estudio de los clásicos.

Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta que cada detalle quedaba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.

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