Peter Pan

—Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 —decía la señora Darling.

—Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana —decía el señor Darling.

—Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina —decían los ojos húmedos de Nana.

—Por culpa de mi afición a las fiestas, George.

—Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida.

—Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, queridos amos.

Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por completo; Nana por pensar: «Es cierto, es cierto, no deberían haber tenido un perro de niñera». Muchas veces era el señor Darling quien enjugaba los ojos de Nana con un pañuelo.

—¡Ese canalla! —exclamaba el señor Darling y Nana lo apoyaba con un ladrido, pero la señora Darling nunca vituperaba a Peter: había algo en la comisura derecha de su boca que no quería que insultara a Peter.

Se quedaban sentados en el vacío cuarto de los niños, recordando con fervor hasta el más mínimo detalle de aquella espantosa noche. Se había iniciado de una forma normal, exactamente igual que tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael y lo llevó hasta él subido en el lomo.

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