La barra de los tres golpes

En algunas noches invernales, lluviosas, gélidas, la asistencia a clase importaba un verdadero sacrificio. Al salir de la escuela minutos después de las veintitrés, luego de pasar más de tres horas y media en salones sin calefacción, los músculos estaban entumecidos. Somnolientos, con el agotamiento de una jornada iniciada trece o catorce horas antes, al abandonar el edificio buscábamos protección contra la inclemente temperatura levantando las solapas de los sobretodos para cubrir la garganta, poniendo las manos en los bolsillos y contrayendo el cuerpo para concentrar las pocas calorías restantes. Marchábamos deprisa, sin detenernos y sólo después de caminar varias cuadras comenzaba a menguar el frío.

Hacía falta encontrar un método que permitiese entrar en calor más rápidamente. Una noche, al pasar frente a la Plaza Rodríguez Peña, Abel se quitó el sobretodo, lo dobló y esgrimiéndolo como un garrote empezó a descargarlo sobre las espaldas más próximas, replicándose de inmediato; en las jornadas de más baja temperatura, celebrábamos en la plaza terribles contiendas de sobretodos que terminaban a la media hora de su iniciación, con la sensación de estar en verano. jadeantes, sudorosos, regresábamos a casa con la seguridad de que también en julio y agosto había. jornadas tropicales.

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