El último de los Mohicanos

Apenas se hubieron acomodado estas féminas, su ayudante se subió con agilidad a la silla del caballo de guerra, y los tres dieron su saludo a Webb, quien, por cortesía, esperaba en el umbral de su puerta a que partieran. Volviendo sus riendas, comenzaron su camino a paso lento, seguidos por sus sirvientes, y se dirigieron hacia la entrada norte del campamento. Mientras recorrían esa corta distancia, ni una palabra se cruzó entre ellos; salvo una ligera exclamación de susto por parte de la más joven, al pasar el mensajero indio corriendo por su lado para guiar el grupo al frente. A pesar de que esta acción repentina e inesperada del indio no produjo reacción verbal por parte de la otra, la sorpresa levantó su velo y dejó entrever una expresión indescriptible, mezcla de compasión, admiración y horror, a medida que sus ojos negros seguían los rápidos movimientos del salvaje. Los cabellos de esta dama eran brillantes y negros, como el plumaje del cuervo. No era de piel morena, sino sonrosada, como si sus venas rebosaran y estuvieran a punto de estallar. Sin embargo, no había en su semblante tosquedad ni ordinariez alguna, por sus rasgos exquisitamente regulares y nobles, además de por su notable belleza. Sonrió con ademán piadoso por su propio descuido momentáneo, dejando así al descubierto una hilera de dientes que eran dignos de la envidia del más puro de los marfiles. Volviendo a colocarse el velo, agachó la cara y cabalgó en silencio, como aquél que va distraído por sus pensamientos y no se percata de nada a su alrededor.

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