El último de los Mohicanos

El color sonrosado que aún se percibía por encima de los pinos en el cielo occidental no podía ser más luminoso ni más delicado que el sonrojo de sus mejillas; ni tampoco podía ser la mañana del nuevo día más alegre que la animada sonrisa que le brindó al joven cuando éste la ayudó a subirse a su montura. La otra, que también compartía las atenciones del joven oficial, ocultaba sus encantos de la mirada de los soldados con un cuidado que más bien podría esperarse de una mujer cuatro o cinco años mayor. Era evidente, no obstante, que su físico, cuyos encantos no eran disimulados por la ropa de viaje que vestía, había madurado y se había desarrollado más que el de su compañera.










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