El último de los Mohicanos

Resulta imposible determinar qué respuesta potencial, por parte del hombre blanco, hubiera provocado este breve y silencioso gesto comunicativo entre dos individuos tan peculiares, si no fuera porque otros asuntos llamaron su atención. Un incremento de actividad en el lugar, así como el susurro de voces delicadas, anunciaron la llegada de aquéllos cuya presencia era imprescindible para que el grupo se movilizara. El simple admirador del caballo de guerra se retiró inmediatamente, para ponerse al lado de una yegua pequeña, flaca e inquieta que estaba alimentándose de los hierbajos del suelo. Allí, apoyando un codo sobre la manta que cubría lo que tan sólo parecía una montura, se convirtió en un espectador más de la partida, mientras un potro pastaba silenciosamente al otro lado del mismo animal.

Un joven vestido de oficial escoltó a las dos damas a sus respectivas cabalgaduras. Éstas, por lo que indicaban sus vestiduras, se habían preparado para enfrentarse a las fatigas de un viaje a través del bosque. Aunque ambas eran jóvenes, a una de ellas, la más juvenil de apariencia, se le pudo discernir su deslumbrante belleza, su cabello dorado y sus brillantes ojos azules, al dejar que la brisa de la mañana le apartara el velo verde que descendía de su sombrero de piel de castor.

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