El último de los Mohicanos

—¿Cuál sería entonces, la distancia que nos separa del fuerte Edward? —preguntó el recién llegado—. El lugar que nos aconseja es el que dejamos atrás esta mañana, y nuestro destino es la cabecera del lago.

—Entonces seguramente perdieron el sentido de la vista antes de perder su camino, ya que el camino a través del porteo es sumamente ancho, y tan evidente como aquellos que se dirigen hacia Londres, o incluso el que lleva hasta el mismísimo palacio del rey.

—No dudamos de la calidad y el tamaño del referido camino —contestó sonriente Heyward, que era quien hablaba, como el lector ya habrá adivinado—. Basta decir que confiamos en un guía indio para llevamos por un atajo, aunque fuera un camino más oscuro, y que, al parecer, tampoco sabe muy bien por donde anda; por decirlo de otro modo, ¡no sabemos dónde estamos!

—¡Un indio perdido en el bosque! —dijo el explorador, sin dar crédito a lo que oía—. ¡Cuando el sol abrasa las cimas de los árboles y los ríos corren repletos; cuando el musgo en cada bellota le indica en qué cuadrante brillará la estrella del norte! ¡Los bosques rebosan en caminos de ciervos que llevan hasta los riachuelos y las fuentes, lugares muy concurridos; ni que decir del vuelo de los gansos hacia las aguas del Canadá! ¡Es extraño que un indio se pierda entre el Horicano y el recodo del río! ¿Acaso es un mohawk?

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