El último de los Mohicanos

Poco a poco, los curtidos miembros del hombre blanco prevalecieron sobre los menos experimentados del nativo. El brazo del segundo sucumbía lentamente a la cada vez más desbordante fuerza del explorador, quien logró zafarse del abrazo de su enemigo, liberando su mano armada y hundiendo el cuchillo en el pecho desnudo del indio para atravesarle el corazón. Mientras tanto, Heyward se encontraba en unas circunstancias aún más desesperadas. Su frágil sable se partió al iniciarse el enfrentamiento. Dado que se encontraba desprovisto de cualquier otro medio de defensa, su seguridad dependía ahora exclusivamente de su habilidad y su fuerza física. Aunque estaba algo carente en tales aspectos, se había encontrado con un contrincante de iguales características. Afortunadamente, consiguió desarmar a su adversario de una forma rápida, haciendo que el cuchillo se le cayera al suelo; desde ese momento empezó una intensa lucha en la cual el propósito de cada uno era el de lograr despeñar al otro, lanzándole por uno de los precipicios cavernosos de las cataratas. Cada empujón les llevaba más cerca del borde, percatándose Duncan de que un esfuerzo culminante se hacía a todas luces imprescindible. Tanto un combatiente como el otro concentraron todas sus energías en ese empeño, con el resultado de que ambos se encontraron a punto de caer por el precipicio. Heyward sintió la presión de la mano del otro en su garganta y vio cómo sonreía de forma malvada el salvaje, como si esperase arrastrar a su enemigo consigo, hacia una muerte certera. El joven sintió cómo su cuerpo cedía lentamente frente a una fuerza física superior, experimentando con toda intensidad la terrible agonía de ese momento. Justo en ese instante de extremado peligro, apareció ante él una mano oscura, empuñando un cuchillo centelleante; y el indio soltó su presa a medida que la sangre fluía abundantemente de los tendones seccionados de su muñeca. Mientras Duncan recibía el firme apoyo del brazo de Uncas, sus agradecidos ojos no pudieron apartarse de la expresión decepcionada del rostro de su adversario, quien se precipitaba al vacío como si fuera de plomo.

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