El último de los Mohicanos

A pesar de la rapidez con la que viajaron, uno de los indios había tenido tiempo para cazar un cervatillo con una de sus flechas, llevando luego a cuestas las partes más aprovechables del animal durante el resto del camino. Al llegar al lugar de descanso, y sin emplear ninguna de las artes propias de la buena cocina, se dispuso inmediatamente a ingerir la carne de su presa en compañía de sus otros compañeros. Sólo Magua se excluyó del repulsivo festín, embebido en sus pensamientos.

Tal actitud de abstinencia era muy poco común en un indio, habiendo posibilidades de saciar el hambre, lo cual enseguida llamó la atención de Heyward. El joven oficial quiso ver en ello una señal de que el hurón estaba pensando en la mejor manera de eludir a sus camaradas. Con la intención de ayudarle en sus planes mediante alguna sugerencia, y a la vez intentar estimular la tentación ya forjada, Heyward se paseó disimuladamente hasta el lugar en el que Le Renard estaba sentado.

—¿Acaso no se ha dejado guiar Magua por el sol lo suficiente como para haber eludido ya a los canadienses? —le preguntó con tono de complicidad confiada—, ¿y no le complacería más al jefe del fuerte William Henry poder ver a sus hijas antes de pasar otra noche de preocupación, por lo que mostraría su agradecimiento con una mayor recompensa?

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