El último de los Mohicanos

Cuando llegaron a las orillas del riachuelo, Ojo de halcón se detuvo de nuevo. Tras descalzarse sus mocasines, invitó tanto a Heyward como a Gamut a que hicieran lo mismo. Entonces se metió en el agua y todos le siguieron. Durante casi una hora viajaban siguiendo el curso del riachuelo, haciendo que nuevamente se perdiera su rastro. La luna ya se había ocultado tras una inmensa masa de nubarrones que se cernía sobre el horizonte occidental cuando por fin salieron del agua y pisaron la tierra arenosa y firme de la llanura. Aquí el explorador parecía encontrarse de nuevo en casa, ya que de nuevo se desplazaba con la seguridad y la certeza de un hombre que se fiaba de sus conocimientos. El camino se iba tornando cada vez más escabroso y los viajeros se dieron cuenta de que estaban acercándose a las montañas. Incluso se hacía evidente que iban a atravesar uno de los pasadizos de las mismas. De repente, Ojo de halcón se detuvo y esperó al resto del grupo con el fin de decirles, en un tono cauteloso y solemne —que en absoluto desentonaba con la quietud y el silencio del lugar—, lo siguiente:

—Resulta fácil saberse los caminos, los lamederos y las comentes de agua del bosque, pero ¿quién podría decir, a la vista de este lugar, que un vasto ejército estuvo estacionado entre esos silenciosos árboles y esas áridas montañas que tenemos delante?

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