El último de los Mohicanos

—¡Alto el fuego! —ordenó el que mandaba, dejando entrever el dolor de la preocupación paternal en su tono, habiéndose oído incluso en el bosque, que ahora devolvía el eco de su voz—. ¡Es ella! ¡Dios me ha devuelto mis hijas! ¡Abrid el portón; salid al campo abierto, hombres de la sesenta; pero no disparéis, que allí están mis niñas! Alejad a esos perros de Francia con el acero de vuestras bayonetas.

Duncan oyó el chirrido de las visagras oxidadas y, corriendo hacia adelante guiándose por el ruido, se encontró con una hilera de guerreros vestidos de rojo oscuro que avanzaba hacia la llanura. Los reconoció como miembros de su propio batallón; el de los reales americanos. Uniéndose al frente, él y los soldados eliminaron todo vestigio de aquellos que habían perseguido al pequeño grupo.

Durante un instante, Cora y Alice se quedaron temblorosas y extrañadas de que Duncan las abandonara; pero, antes de que pudiesen pensar o decir nada más, un gigantesco oficial, cuyas canas denotaban muchos años de servicio, pero cuyos gloriosos aires marciales se habían mantenido a través del tiempo, salió de entre la niebla y las abrazó efusivamente, a la vez que las lágrimas recorrían su pálido rostro arrugado. El militar exclamó, con el acento típico de Escocia:

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