El último de los Mohicanos

—Deje que el general Webb se lo diga él mismo —replicó Montcalm con aires refinados, mientras entregaba a Munro una carta abierta—. Verá entonces que los movimientos de ese hombre no suponen ninguna amenaza para mi ejército.

El veterano cogió la ofrendada carta con rabia, sin esperar a que Duncan tradujese lo dicho, dejando entrever claramente lo desesperado que estaba. A medida que sus ojos recorrieron el contenido del escrito, su rostro cambió la mirada de orgullo marcial por una de profunda decepción. Sus labios comenzaron a temblar y, dejando que el papel se le cayera de las manos, inclinó su cabeza con la misma actitud que la de alguien cuyas esperanzas hubiesen sido pulverizadas de un golpe. Duncan recogió la carta del suelo y, sin pedir disculpas por tomarse esa libertad, leyó de una pasada el cruel contenido de la misma. El remitente, superior en rango a ambos, lejos de pedirles que resistieran, les instaba a que se rindiesen, dando literalmente como razón la imposibilidad total de enviarles un solo hombre en su auxilio.

—¡No se trata de un engaño! —exclamó Duncan, mientras examinaba el documento concienzudamente—. Es la firma de Webb, por lo que debe tratarse de la carta interceptada.

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