El último de los Mohicanos

A pesar del horror que le producía estar en presencia de su captor, Cora no pudo evitar sentir también un cierto alivio al haber abandonado el escenario sangriento de la llanura. Se colocó sobre su montura y extendió sus brazos hacia su hermana con tal grado de amor y dedicación que incluso el hurón se conmovió. El indio entonces colocó a Alice sobre el mismo animal que su hermana, asió las riendas y comenzó a adentrarse en las profundidades boscosas. David, al ver que estaba siendo ignorado, sin duda porque no valía la pena siquiera matarle, montó sobre el animal que habían dejado atrás y les siguió como buenamente pudo a lo largo del tortuoso camino.

Pronto comenzaron a ascender; pero, debido a que el movimiento hacía que su hermana empezara a volver en sí y dado que su atención se debatía entre el bienestar de ésta y los lamentos agonizantes que aún podían escucharse tras ellos, Cora no pudo fijarse en la dirección que tomaban. Sin embargo, cuando alcanzaron la cima aplastada del montículo y se acercaron a un precipicio orientado hacia el este, enseguida reconoció el lugar como aquel al que les había guiado amistosamente el explorador. Aquí Magua les hizo desmontar y, a pesar de la gravedad de su cautiverio, o quizá debido a que el horror tiene ese efecto colateral, se vieron asaltados por la curiosidad de asomarse y contemplar las horripilantes escenas de abajo.

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