El último de los Mohicanos

El cruel y sangriento incidente que se ha mencionado, sin entrar en detalles, en el capítulo anterior, figura entre las páginas de la historia colonial con el meritorio nombre de «La matanza de William Henry». Tanto llegó este hecho a empañar la ya manchada reputación del general francés —quien previamente había permitido que ocurriera un incidente similar— que ni siquiera su gloriosa y temprana muerte logró recuperarla del todo. Sólo el tiempo ha hecho que se olvidasen tales cosas; por lo que miles de personas que saben de la heroica muerte de Montcalm sobre los campos de Abraham desconocen hasta qué punto adolecía de ese coraje moral sin el que ningún hombre puede considerarse grandioso. Partiendo de este ilustre ejemplo se podrían escribir páginas enteras acerca de los defectos de la excelencia humana, mostrando lo fácilmente que se pasa del sentimiento generoso, de la cortesía y de la caballerosidad valerosa a la ausencia total de tan nobles influencias, por obra y arte de la escalofriante superioridad del egoísmo. Así, tenemos el caso de un hombre que se ganó fama por las atractivas nimiedades de su carácter y que, sin embargo, dejó mucho que desear en cuanto a la demostración de que los principios están por encima de la política. No obstante, esa tarea no corresponde ponerla de manifiesto aquí; y como la historia, al igual que el amor, es tan dada a arropar a sus héroes de un aura de gloria imaginaria, es probable que la figura de Louis de Saint Véran pase a la posteridad como el valiente defensor de su patria, a la vez que se olvidará toda referencia a la cruel indiferencia que mostró en las orillas del Oswego y el Horicano. Lamentando profundamente esta debilidad por parte de un arte hermanado con el nuestro, nos trasladamos de inmediato fuera de su sagrada órbita y nos limitaremos estrictamente al terreno propio de nuestra humilde vocación.

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