El último de los Mohicanos

Duncan permaneció como espectador de este escenario, tan espantosamente en concordancia con los hechos allí acontecidos, durante un buen rato. Su mirada lo recorrió todo desde el centro del montículo, donde ahora los hombres del bosque estaban sentados alrededor del fuego, hasta la luz más tenue que aún podía distinguirse en el firmamento, para luego detenerse mucho tiempo en aquella zona oscura, tan semejante al más absoluto de los vacíos, en la que reposaban los muertos. Pronto empezó a imaginarse que del lugar provenían sonidos inexplicables, aunque tan débiles y fugaces que daban lugar a dudas acerca de su existencia. Avergonzado por su inclinación al temor, el joven miró hacia el agua y se esforzó por concentrar su atención sobre el reflejo de las estrellas en la superficie. Aún así, sus oídos le traicionaban, o más bien parecía como si le quisieran avisar de algún peligro que acechaba. Después de un tiempo daba la sensación de que podían oírse movimientos bruscos entre la oscuridad. Totalmente incapaz de acallar sus miedos por más tiempo, Duncan llamó al explorador en voz baja, para que se acercara hasta el lugar en el que se encontraba. Recogiendo su fusil, Ojo de halcón accedió, pero su actitud rebosaba confianza y la absoluta convicción de que estaban seguros en ese sitio.


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