El último de los Mohicanos

—Escuche —le dijo Duncan al otro cuando llegó a su lado—. Se oyen ruidos leves procedentes de la llanura, con lo cual es posible que Montcalm tenga aún algún efectivo patrullando por aquí.

—Si es así, entonces los oídos valen más que la vista —dijo el explorador sin alterarse, habiendo ingerido una porción de carne de oso un momento antes, por lo que hablaba mientras masticaba—. Yo mismo he visto cómo estaba encerrado en la localidad de Ty con toda su tropa. Ya sabe cómo son los franchutes; cuando creen haber hecho algo grande, les gusta volver atrás y celebrarlo con bailes y mujeres.

—Yo no estaría tan seguro. Un indio apenas descansa cuando está en guerra, y el deseo de llevar a cabo algún tipo de pillaje puede hacer que un hurón permanezca aquí después de que su tribu haya partido. Lo mejor sería apagar el fuego y establecer un fumo de guardia. ¡Escuche! El ruido. ¿Lo ha oído?

—No es frecuente que un indio ande merodeando entre tumbas. Aunque estuviera dispuesto a matar, sin importarle los medios, suele conformarse con arrancar cabelleras, salvo cuando le arde la sangre y pierde el control; pero, una vez que se le pasa el arrebato, se olvida de su odio y deja que los muertos descansen en paz. Hablando de muertos, comandante, ¿comparte usted la opinión de que el Cielo para un piel roja es el mismo que para nosotros los blancos?

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