El último de los Mohicanos

—Así que estaba ensayando con su voz entre los castores, ¿eh? —le dijo el cazador—. Esos pequeños diablillos ya conocen la mitad de ese oficio, ya que sin duda le marcan el ritmo con sus colas, como acaban de hacer ahora; y justo a tiempo además, ya que el «mata-ciervos» pudo haber hecho sonar la primera nota en su dirección. ¡He conocido hombres que, aún sabiendo leer y escribir, eran menos listos que un castor experimentado; ahora bien, en lo de cantar estos animales son inútiles totales! ¿Qué le parece una canción como ésta?

David se tapó los oídos por lo estridente del grito, el cual hizo incluso que Heyward mirara hacia arriba, en busca del ave que supuso que lo había emitido. El sonido daba a entender que un cuervo había sobrevolado sus cabezas.

—Vean —continuó el explorador, entre risas, mientras señalaba hacia los otros miembros del grupo, los cuales, en respuesta a la señal, ya se acercaban al lugar—. Esta música tiene virtudes naturales; me trae dos buenos tiradores a mi lado, junto con sus cuchillos y tomahawks. De todos modos, vemos que usted está bien; ahora díganos qué ha sido de las damas.

—Permanecen cautivas de los infieles —dijo David—; y, aunque se encuentran afligidas de espíritu, están bien y fuera de peligro físicamente.

—¿Las dos? —preguntó Heyward, atragantado.

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