El último de los Mohicanos

—Aquí hay gran cantidad de tierra fértil sin cultivar —dijo—, y debo añadir que no ha sido tan desperdiciada ni sus frutos tan mal aprovechados, como tantas veces he visto durante mi corta estancia en esta tierra de infieles.

—Las tribus gustan más de la persecución que de las artes de la labranza —le contestó Duncan de modo casi mecánico, mientras aún observaba aquellas formas que le inquietaban.

—Es más la alegría del espíritu que el trabajo lo que hace levantar el canto de la adoración; pero estos muchachos hacen mal uso de sus dotes naturales. Rara vez me he encontrado con alguno que realmente estuviera instruido en los salmos, y estoy completamente seguro de que no hay nadie que los cultive menos. Me he pasado aquí tres noches y en tres ocasiones les he reunido a los inútiles para formar un coro de canto religioso; ¡siempre responden a mis esfuerzos con gritos y aullidos que hielan la sangre!

—¿De quiénes habla?

—De esos hijos del diablo que malgastan el tiempo con chiquilladas, allí entre la hierba. ¡Ah! qué poco conocen la disciplina del autocontrol estas gentes desenfrenadas. Entre tantas ramas no hay una sola vara firme, por lo que no ha de resultar sorprendente que las bendiciones más exquisitas de la Divina Providencia se utilicen sólo para vociferar como lo hacen.

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