El último de los Mohicanos

Durante la mañana en la que Magua llevó a su grupo desde el asentamiento de los castores hasta el bosque, como hemos venido relatando, el sol se levantó sobre el campamento de los delaware como si hubiese aparecido al mediodía, sorprendiéndolos de lleno en medio de sus quehaceres y faenas cotidianas. Las mujeres corrían de una choza a otra, algunas preparando el desayuno, otras inclinadas en busca de la postura más cómoda para sus tareas —aunque también para intercambiar apresuradas frases con sus amigas—. Los guerreros estaban reunidos en grupos, adoptando una actitud más meditabunda que de conversación, por lo que eran escasas pero contundentes las pocas palabras que intercambiaban entre ellos; de ahí que hablaran a la manera de hombres que creían firmemente en lo que decían. Por todo el poblado podían verse instrumentos de caza desperdigados; pero nadie había salido aún. Algún que otro guerrero examinaba sus armas, pero con un interés mayor de lo normal, como si fueran a ser empleadas contra enemigos distintos a los animales habituales. De vez en cuando las miradas se volvían sobre una gran choza misteriosa, situada en el centro del poblado, como si los pensamientos de todos se centraran en lo que contenía.



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