El último de los Mohicanos

—Sé bien que los rostros pálidos son una raza arrogante e insaciable. Sé que no sólo declaran la tierra como suya, sino que también defienden la idea de que el más malvado de los suyos es mejor que cualquier piel roja —el honrado y anciano jefe continuó hablando de este modo, sin reparar en el daño que le estaba haciendo a la suplicante muchacha, la cual posó su cabeza sobre el suelo, avergonzada por sus palabras—. Los perros y los cuervos de su tribu lanzarían ladridos y graznidos antes de tomar como mujer a una cuya piel no fuese del color de la nieve. Sería mejor que no fuesen tan altivos ante el Gran Manittou. Entraron por donde sale el sol, pero aún pueden desaparecer por donde se pone. A menudo he visto cómo la langosta se come las hojas de los árboles, pero cada primavera vuelven a brotar.

Así es —dijo Cora, volviendo a tomar aliento como si saliera de un trance hipnótico. Levantó la cara y echó su cabello hacia atrás; su mirada resplandeciente contrastaba con la extrema palidez de su rostro—; pero no nos corresponde a nosotros preguntar por qué. Aún queda un miembro de tu pueblo que no ha hablado ante ti; antes de que permitas al hurón marchar triunfante, escúchale.

Viendo que Tamenund buscaba al referido sujeto con la vista, uno de sus acompañantes le dijo:

—Se trata de una serpiente… Un piel roja al servicio de los yengeese. Le reservamos para ser torturado.

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