El último de los Mohicanos

El anciano la miró desde su elevada poltrona con una benigna sonrisa en sus desgastados labios, para luego mirar a todos los miembros de la asamblea y decir:

—Todos los de la nación son hijos míos.

—No pido nada para mí. Al igual que tú y los tuyos, venerable jefe —continuó diciendo mientras se llevaba las manos al corazón e inclinaba la cabeza, de tal modo que sus mejillas sonrosadas quedaban ocultas por sus largos mechones de color azabache, los cuales se extendían sueltos sobre sus hombros—, la maldición de mis antepasados ha caído fuerte sobre su descendiente. Pero ahí tenéis a una criatura indefensa que hasta ahora no había sufrido las iras del cielo. Es la hija de un hombre muy mayor y enfermo, cuyos días se acercan a su final. Son muchos, muchísimos, los que la quieren y la necesitan; y ella es demasiado buena e inocente como para caer en las garras de ese indeseable.





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