El último de los Mohicanos

—Aunque no entendiera las palabras que utilizaron ustedes —le contestó David, algo alterado de espíritu y cuyos ojos brillaban con una intensidad poco común en él—, sus hombres me recuerdan a los hijos de Jacob yendo a combatir a sus enemigos, quienes pretendían forzar al matrimonio a una mujer perteneciente a la raza predilecta del Señor. He viajado mucho, y he presenciado mucho bien y mucho mal junto a la dama que buscan ustedes; y aunque no sea hombre de guerra, estando bien equipado y con una espada bien afilada, asestaría de buena gana un golpe a favor de ella.

El explorador vaciló por un instante, como si se lo pensara, y le respondió:

—No conoce usted el manejo de ningún tipo de arma. No lleva fusil… Y créame, lo que los mingos toman no lo devuelven fácilmente.

—Aunque no sea un corpulento y sanguinario Goliat —le replicó David mientras extraía una honda de entre su desastrado atuendo—, no he olvidado el ejemplo del niño judío. Con este milenario instrumento de guerra he practicado mucho cuando era joven, y seguro que no he olvidado su uso.

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