El último de los Mohicanos

Con todo, el amanecer vio a los lenape como una nación en duelo. No hubo gritos de alegría ni canciones triunfantes que celebrasen su victoria. El último combatiente volvía de su cometido sólo para despojarse de sus emblemas de guerra y tomar parte en las lamentaciones de sus compatriotas, quienes constituían un pueblo compungido. El orgullo y la exaltación estaban ausentes, dejando en su lugar la humildad; mientras que las pasiones más violentas se vieron sustituidas por las más profundas y expresivas muestras de dolor.

Las viviendas estaban vacías, y un ancho círculo de personas con los rostros enternecidos se había formado cerca de las mismas. Todo aquél que aún vivía se había concentrado allí, reinando en el lugar un profundo e imponente silencio. A pesar de que este muro humano estaba constituido por seres de ambos sexos, y de todos los rangos y categorías, todos experimentaban un sentimiento común. Todas las miradas se dirigían al centro del círculo, en donde se encontraban aquellos objetos que tanto acaparaban su interés.




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