Robinson Crusoe

Con la velocidad del viento lo vi alejarse, y por cierto que nunca caballo u hombre corrieron como él. Llegó tripulando la otra canoa casi al mismo tiempo que yo arribaba a la ensenada y, después de pasarme en ella al otro lado, se puso a ayudar a nuestros nuevos huéspedes para que salieran de la piragua. Pero cuando estuvieron en tierra, como no les era posible dar un paso, el pobre Viernes no sabía qué hacer.

Principié a pensar el modo de llevarlos a casa, y luego de ordenar a Viernes que los dejara cómodamente sentados en la playa, entre los dos construimos una especie de angarillas de tal modo que cupieran ambos, y así iniciamos la marcha. El problema se presentó al llegar a la fortificación exterior del castillo, ya que de ningún modo aquellos hombres tenían fuerzas para montar sobre el vallado ni yo estaba dispuesto a romperlo por su causa. Volví, pues, a ponerme a trabajar, y en un par de horas hicimos, Viernes y yo, una confortable tienda, cubierta con pedazos de velas y por encima ramas de árbol; la instalamos en el espacio abierto que había entre la empalizada exterior y el bosque que yo plantara. Pusimos finalmente allí dos camas hechas con el mismo material que teníamos a mano, es decir, paja de arroz, cubiertas con una manta a modo de colchón y otra por encima para abrigo.

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