Robinson Crusoe

Poco después de mediodía el mar se puso como un espejo y la marea bajó tanto que pude acercarme a un cuarto de milla del barco; ya entonces sentía renovarse mi desesperación al comprender que si nos hubiéramos quedado a bordo todos estaríamos a salvo y en tierra, sin verme yo reducido a una absoluta soledad, huérfano de socorro y alivio. Derramé nuevamente lágrimas, pero como de nada me servían resolví si era posible llegar al barco. Hacía mucho calor, por lo cual me quité parte de la ropa antes de tirarme al agua, y nadando hasta el buque empecé a buscar un modo de trepar a cubierta. La dificultad estaba en que el buque se mantenía derecho, sin punto alguno de apoyo para intentar escalarlo. Nadé dos veces en torno a él, y a la segunda advertí un cabo de cuerda que colgaba de los portaobenques de mesana. Asombrado de no haber reparado antes en ella, así su extremo después de muchos esfuerzos y me encaramé al castillo de proa. El barco tenía una vía de agua y estaba parcialmente inundado; encallado en un banco de arena muy dura —o más bien de tierra—, la popa se levantaba sobre aquél mientras la proa casi tocaba el agua. Era de alegrarse que toda la popa estuviera sobre el nivel del banco, ya que cuanto contenía se encontraba intacto, cosa que de inmediato me apresuré a verificar. Las provisiones de a bordo no habían sufrido absolutamente nada, y de inmediato pude satisfacer mi gran apetito llenándome los bolsillos de galleta y comiendo a la vez que revisaba el resto del barco para no perder tiempo. Hallé un poco de ron en la cabina del capitán, y bebí un buen trago para fortalecerme ante la tarea que me esperaba. Ahora solamente me hacía falta un bote para llenarlo con todo aquello que presentía iba a serme de gran necesidad.

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