Oliver Twist

Estas últimas palabras eran una invitación dirigida a Oliver para que entrase por una puerta, que el de las patillas abrió mientras hablaba, y que conducía a un cuartito cuyos muros eran de mampostería. Allí fue registrado el muchacho, y como nada le encontraran encima, dejáronle solo y encerrado.

Por su forma y dimensiones, el cuarto parecía un sótano, aunque con menos luz de la que éstos suelen tener. Estaba sucio hasta lo inconcebible, sin duda porque, como era lunes, habían pasado en él la noche del domingo seis u ocho borrachos, poniéndolo perdido. Por supuesto, que esto no tiene importancia. En nuestras delegaciones encierran todas las noches a hombres y mujeres por los motivos más frívolos en mazmorras inmundas comparadas con las cuales son verdaderos palacios las celdas que en Newcastle ocupan los facinerosos más repugnantes después de presos, juzgados y condenados. Si hay quien dude de mi aserto, tómese la molestia de visitar unas y otras y comparar.

Tan afligido parecía el anciano como el mismo Oliver. Cuando vio que el de las barbas hacía girar la llave en la cerradura, exhaló un suspiro profundo y, mirando al libro, causa inocente de lo que pasaba, murmuró, paseando por el patio con aire preocupado:

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