—¡Es preciso averiguar dónde está! —exclamó el judÃo sin poder disimular su agitación—. Hay que encontrarle a todo trance. Tú, Bates, sal inmediatamente y no vuelvas a casa hasta que me traigas noticias suyas… Anita, querida mÃa, es preciso que me le encuentres… En ti confÃo… y en el Truhán. ¡Esperad un momento! —añadió, abriendo con mano trémula un cajón—. Tomad dinero, amigos mÃos. Esta noche cerraré la tienda… ya sabéis dónde podéis encontrarme. No perdáis tiempo, queridos, ni un segundo.
Hablando de esta suerte les acompañó hasta la escalera, cerró con dos vueltas de llave la puerta y sacó la cajita que bien a su pesar dejara otro dÃa ver a Oliver. Con gran precipitación guardó en sus bolsillos los relojes y joyas que aquélla contenÃa.
No habÃa terminado la operación, cuando recibió un susto mayúsculo al oÃr que llamaban a la puerta.
—¿Quién va? —preguntó temblando.
—Soy yo —contestó el Truhán, pegados los labios al ojo de la llave.
—¿Qué pasa? —inquirió el judÃo con impaciencia.
—Anita quiere saber si debemos encerrarlo en la otra guarida.
—Lo primero es encontrarle, que yo sabré lo que después debe hacerse: no tengas cuidado.