Oliver Twist

—¡Bien, bien! Procura ponerte bueno pronto, y yo te aseguro que el retrato volverá a su sitio. Hablemos ahora de otra cosa.

Fue lo único que por entonces pudo saber Oliver acerca del retrato en cuestión. Agradecido el muchacho a la tierna solicitud con que la buena enfermera le trataba, esforzóse por olvidar el asunto y prestó toda su atención a las historias y cuentos que aquélla le contó acerca de una hermana suya, buena y hermosa, casada con un hombre bueno y guapo, que vivía en el campo, y acerca de un hijo que estaba de dependiente en el establecimiento de un comerciante de las Indias Occidentales, que también era joven y muy bueno, y le escribía tres o cuatro veces cada año cartas tan cariñosas, que sólo su recuerdo llenaba de lágrimas sus ojos. Luego que la buena señora explicó a su sabor los méritos y perfecciones de sus virtuosos hijos, sin olvidar los de su excelente marido, fallecido ya, ¡pobrecillo!, veintiséis años antes, hubo de suspender la narración de tan interesantes historias para tomar el té pues era ya la hora, y después del té, enseñó a Oliver a jugar un juego de naipes, que el muchacho aprendió con rapidez asombrosa, juego que les entretuvo hasta que llegó, para el enfermito la hora de tomar un vaso de vino generoso caliente mezclado con agua y una tostadita, refrigerio precursor de la cama.

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