Oliver Twist

Bates, contento con la comisión que acababan de confiarle, tomó la vela y condujo a Oliver a la cocina, donde había dos o tres camas de las que ya antes había ocupado Oliver. Una vez allí, el gracioso Bates, después de reír a su sabor, devolvió a Oliver la misma ropa de que con tanto placer se despojara en la casa del señor Brownlow, ropa que había comprado el judío, y que fue la pista, el hilo que condujo a sus enemigos en sus pesquisas.

—Quítate el vestido nuevo —dijo Bates—. Fajín cuidará de él. ¡Ja, Ja, ja, ja! ¡La broma no puede ser más divertida!

Oliver obedeció, bien contra su voluntad. Bates, haciendo un lío de la ropa nueva de Oliver lo colocó bajo el brazo y salió dejando al prisionero a obscuras y cerrando con llave la puerta.

Las risotadas de Bates, y la fresca voz de Belita, que no pudo llegar con mayor oportunidad para rociar con agua fresca la cara de su amiga desmayada y para desempeñar otros menesteres propios de manos femeninas, hubieran bastado y aun sobrado para disipar el sueño de otras personas puestas en circunstancias menos tristes que las en que Oliver se encontraba colocado inopinadamente; pero, como nuestro héroe estaba rendido, quebrantado, molido a golpes y extenuado, no tardó en dormirse profundamente.

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