Oliver Twist

Habrá quien tenga por absurdas tan bruscas mutaciones; y, sin embargo, preciso es convenir que no son tan inverosímiles como a primera vista pudiera creerse. De continuo nos ofrece la vida real transiciones no menos bruscas, contrastes no menos vivos. Es muy frecuente pasar desde un salón de baile a un lecho de muerte, cambiar de la noche a la mañana los negros crespones indicadores de duelo y de quebranto por las vistosas galas símbolo de la alegría y del contento.

No existe en ello más que una diferencia, bien que diferencia de mucha entidad: en este caso último somos nosotros los actores y en el primero los espectadores. En la vida mímica del teatro, los actores no tienen ojos para ver las transiciones violentas y los ímpetus de súbita cólera y explosiones repentinas de dolor o de pasión, transiciones, ímpetus y explosiones que, servidos a meros espectadores, son desde luego condenados como absurdos e inverosímiles.

Tal vez haya quien asegure que este breve preámbulo es innecesario, pero en todo caso, debe considerarse como una manera delicada de advertir a los lectores que se les va a conducir otra vez a la ciudad natal de Oliver, porque hay muy buenas razones para emprender este viaje.

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