Oliver Twist

Encontramos al amigo de lo ajeno tendido sobre la cama, envuelto en un gran levitón blanco, que hacía las veces de bata de casa, y presentando una cara a la cual favorecía muy poco el tinte cadavérico que la cubría, el sucio gorro de dormir que le servía de remate y la hirsuta barba negra, privada de las caricias de la tijera desde algún tiempo antes junto al lecho estaba sentado el perro, que tan pronto miraba a su amo como enderezaba las orejas y lanzaba gruñidos sordos, cada vez que los rumores de la calle llamaban su atención. Sentada al lado de la ventana, remendando con ardimiento un chaleco del ladrón, había una mujer, tan pálida y extenuada como consecuencia de las vigilias y de las privaciones, que nos sería sumamente difícil reconocer en ella a la Anita que ha figurado ya en varios capítulos de esta historia, de no ser por la voz con que contestó a la pregunta de Sikes.

—Poco más de las siete —respondió la joven—. ¿Cómo te encuentras, Guillermo?

—¡Más débil que el agua! —gritó Sikes, lanzando una maldición a sus miembros y a sus ojos—. ¡Ven! ¡Dame la mano para que pueda salir de esta maldita cama!


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