Serían sobre dos horas antes del crepúsculo matutino… esa hora que en otoño puede con toda propiedad llamarse el corazón de la noche, cuando las calles están desiertas y silenciosas, cuando el sonido parece dormido en profundo sueño, cuando el desenfreno y la borrachera se han recogido con paso vacilante para soñar en el fondo de las casas. En esa hora tranquila y silenciosa velaba el judío encerrado en su repugnante buhonera, con el rostro tan pálido y contraído, tan inyectados en sangre los ojos, que más bien que ejemplar de la raza humana, parecía espantoso fantasma escapado de la tumba y perseguido por los espíritus de las tinieblas.
Hallábase sentado, acurrucado sobre el frío suelo, arrebujado en un cubrecama viejo y hecho jirones, vuelta la cara hacia una vela consumida colocada sobre una mesa a su lado. Tenía la mano derecha pegada a los labios y, mientras abstraído y meditando, seguramente maldades, mordía sus largas y negras uñas, dejaba ver, en las tenebrosidades de su hedionda boca sin dientes, unos cuantos colmillos largos y cortantes que muy bien hubieran podido pasar por defensas de perro de presa o de tigre.