Tiempos difíciles

Escribió dos notas más. La una, para el señor Bounderby anunciándole que se ausentaba de la región y explicándole dónde podría encontrarlo durante los quince días siguientes. La otra, en términos parecidos, era para el señor Gradgrind. Y cuando aún estaban casi frescos los sobrescritos de estas notas, el señor Harthouse, metido en un vagón del ferrocarril, dejaba atrás las altas chimeneas de Coketown rasgando el negro panorama con estrépito y resplandores.

Acaso las personas virtuosas se imaginen que esta rápida retirada le proporcionaría a don Santiago Harthouse más adelante algunos consoladores pensamientos, porque habría sido uno de los pocos actos suyos con el que había ofrecido satisfacción a todos, y porque constituía para él un recuerdo de haber escapado de lo más serio y difícil de un mal asunto. Pues no fue así, ni mucho menos. Un secreto sentimiento de fracaso y de haber hecho el ridículo... el miedo a lo que habrían dicho de él, si lo supiesen, los hombres que buscan aventuras de esta clase..., lo agobiaban de tal manera, que lo que acaso fue el mejor entre todos los episodios de su vida era el que por ningún concepto habría él confesado y el único que le hacía sentirse avergonzado de sí mismo.

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