El eterno marido

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IX

Visión

Pavel Pavlovich se había instalado con toda comodidad. Sentado en la misma silla de la otra noche, fumaba un pitillo y acababa de servirse la cuarta y última copa de la botella. Encima de la mesa, a su lado, estaban la tetera y la taza, casi intacta. Su cara congestionada resplandecía de satisfacción. Se había quitado la americana, quedándose en mangas de camisa.

—Usted me dispensa, ¿verdad, amigo mío? —exclamó al ver a Veltchaninov, levantándose para ponerse de nuevo la americana—; me la había quitado para estar más cómodo…

Veltchaninov se dirigió hacia él con aire amenazador.

—¿Sigue usted completamente borracho? ¿O está usted todavía en estado de entender lo que se le diga?

Pavel Pavlovich titubeó un instante.

—Hombre… no… no del todo… He cumplido mis últimos deberes con el difunto, y… no, no del todo.

—Bueno; ¿se siente usted capaz de comprenderme?

—Precisamente para eso he venido, para comprenderle…

—En ese caso —dijo Veltchaninov con voz apagada por la cólera—, en ese caso empezaré por decirle terminantemente que es usted un miserable.


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