Los hermanos Karamazov

No lejos de la plaza, cerca de la tienda de Plotnikov, está la casita, limpísima tanto por fuera como por dentro, de la señora de Krasotkine, viuda de un funcionario. Pronto hará catorce años que murió el secretario de gobierno Krasotkine. Su viuda, aún de buen ver y en la treintena, vive de sus rentas en su casita. Es alegre y cariñosa y lleva una vida digna y modesta. Quedó viuda a los dieciocho años, con un hijo que acababa de nacer, Kolia, a cuya educación se dedicó en cuerpo y alma. Tanto lo adoraba, que el niño le causó más penas que alegrías. La viuda vivía en continuo terror de que enfermara, de que se enfriase, de que se hiriera jugando, de que cometiera alguna locura... Cuando Kolia fue al colegio, su madre estudió todas las asignaturas, con objeto de poder ayudarlo en los deberes; trabó conocimiento con los profesores y sus esposas, a incluso procuró simpatizar con los compañeros de su hijo para evitar que se burlasen de él o le pegaran. A tal extremo llegó en esta táctica, que los alumnos empezaron a burlarse de Kolia, a zaherirle con frases como «el pequeñín mimado por su mamá». Pero Kolia supo hacerse respetar. Era un chico audaz y pronto se le consideró como uno de los más fuertes del colegio. Además, era inteligente, tenaz, resuelto y emprendedor. Un buen alumno. Incluso se rumoreaba que aventajaba a Dardanelov, su maestro. Pero Kolia, aunque afectaba un aire de superioridad, no era orgulloso y sí un buen camarada. Aceptaba como cosa natural el respeto de sus compañeros y los trataba amistosamente. Tenía sobre todo el sentido de la medida, sabía contenerse cuando era necesario y no rebasaba jamás ante los profesores ese límite en que la travesura se convierte en insubordinación y falta de respeto, por lo que no se puede tolerar. Sin embargo, estaba siempre dispuesto a participar en las granujadas de la chiquillería, si la oportunidad se presentaba; mejor dicho a desempeñar el papel de pilluelo para impresionar a la galería. Llevado de su excesivo amor propio, había conseguido imponerse a su madre, que sufría desde hacía tiempo su despotismo. La sola idea de que su hijo la quería poco era insoportable para la señora de Krasotkine. Consideraba que Kolia se mostraba insensible con ella, y a veces, bañada en lágrimas, le reprochaba su frialdad. Esto desagradaba al muchacho, que se mostraba más evasivo cuanta más efusión se le exigía. Era un efecto de su carácter y no de su voluntad. Su madre estaba en un error. Kolia la quería. Lo que sucedía era que detestaba las «ternuras borreguiles», como decía en su lenguaje escolar.

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