Los hermanos Karamazov

UN DIABLILLO

Encontró a Lise recostada en el sillón en que la transportaban cuando no podía andar. Lise no se levantó al verlo aparecer, pero lo taladró con una mirada penetrante y ardiente. Aliocha se asombró del cambio que se había operado en ella desde que la había visto por última vez tres días atrás. Había adelgazado. Lise no le tendió la mano. Aliocha rozó con la suya los frágiles dedos, inmóviles sobre el vestido, y se sentó frente a ella sin decir palabra.

—Ya sé que tiene usted prisa —dijo de súbito Lise—. Ha de ir a la cárcel y mi madre lo ha retenido durante dos horas. Le ha hablado de Julia y de mí.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he escuchado. ¿Por qué me mira usted así? Cuando quiero, escucho, pues no hay ningún mal en ello. No voy a pedir perdón por tan poca cosa.

—¿Está molesta por algo?

—Nada de eso: me siento perfectamente bien. Hace un momento estaba pensando por enésima vez lo acertada que estuve al retirar la palabra de matrimonio que le di. Usted no me conviene como marido. Si me casara con usted y le pidiera que llevara una misiva a un pretendiente mío, usted lo haría, e incluso me traería la respuesta. Y, cuando tuviera cuarenta años, seguiría sirviéndome de cartero para cartas de esta índole.

Y se echó a reír.

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