Los hermanos Karamazov

—Desde el punto de vista literario, es indispensable un preámbulo. La acción se desarrolla en el siglo dieciséis, época en que, como sabes, existía la costumbre de hacer intervenir en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a Dante. En Francia, los cleros de la basoche y los monjes daban representaciones teatrales en las que aparecían la Virgen, los ángeles, los santos, Cristo y Dios Padre. Estos espectáculos eran por demás ingenuos. Según nos cuenta Victor Hugo en su Notre—Dame de Paris, durante el reinado de Luis XI, para celebrar el nacimiento del delfín, se ofreció en Paris una representación gratuita del misterio Le bon jugement de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En esta obra aparece la Virgen y emite su bon jugement. En Moscú se daban de vez en cuando representaciones de este tipo, tomadas especialmente del Antiguo Testamento, antes de Pedro el Grande . Además, circulaban una serie de relatos y poemas en los que aparecían los santos, los ángeles y todo el ejército celestial. En nuestros monasterios se traducían y se copiaban esos poemas, a incluso se componían algunos originales, todo ello durante la dominación tártara. Uno de tales poemas, sin duda traducido del griego, es «La Virgen entre los condenados», que nos ofrece escenas de una audacia dantesca. La Virgen visita el infierno, conducida por el arcángel San Miguel. La Virgen ve a los condenados y sus tormentos. Le llama la atención una categoría de pecadores muy interesante que está en un lago de fuego. Algunos se hunden en este lago y no vuelven a aparecer. «Éstos son los olvidados incluso por Dios»: he aquí una frase profunda y vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin distinción que ha visto en el infierno. Su diálogo con Dios es interesantísimo. La Virgen implora, insiste, y cuando Dios le muestra los pies y las manos de su Hijo horadados por los clavos y le pregunta: « ¿Cómo puedo perdonar a esos verdugos?», la Virgen ordena a todos los santos, a todos los mártires y a todos los ángeles que se arrodillen como ella a imploren la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue que cesen los tormentos todos los años desde el Viernes Santo a Pentecostés, y los condenados dan las gracias a Dios desde las profundidades del infierno y exclaman: «¡Señor, tu sentencia es justa!»... Mi poema habría sido algo así si lo hubiese concebido en aquella época. Dios aparecería y se limitaría a pasar sin decir nada. Han transcurrido quince siglos desde que prometió volver a su reinado, desde que su profeta escribió: «Volveré pronto. El día y la hora ni siquiera el Hijo la sabe, sólo mi Padre que está en los cielos», repitiendo las palabras de Cristo en la tierra. Y la humanidad le espera con la misma fe de antaño, una fe más ardiente todavía, pues hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de conceder gajes al hombre.

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