Los hermanos Karamazov

La joven hablaba con acento compasivo, como le habría hablado una persona de la familia que compartiera su pesar.

—Es sangre, Fenia, sangre humana... ¿Por qué la habré derramado, Dios mío?...

Allí hay una barrera —dijo, mirando a la muchacha como si le planteara un enigma—, una barrera alta y temible. Pero mañana, al salir el sol, Mitia la franqueará. Tú no sabes, Fenia, de qué barrera te hablo. No importa. Mañana lo sabrás todo. Ahora, adiós. No seré un obstáculo para ella: sé retirarme a tiempo...

¡Vive, adorada mía! Me has amado durante una hora. Acuérdate siempre de Mitia Karamazov.

Salió como un rayo, dejando a Fenia más asustada que poco antes, cuando se había arrojado sobre ella.

Diez minutos después estaba en casa de Piotr Ilitch Perkhotine, el funcionario al que había empeñado las pistolas por diez rubios. Eran ya las ocho y media, y Piotr Ilitch, después de haber tomado el té, acababa de ponerse la levita para ir a jugar una partida de billar. Al ver a Mitia con la cara manchada de sangre, exclamó:

—¡Dios mío! ¿Qué quiere usted?

—Se lo diré en dos palabras —farfulló Dmitri—. He venido a desempeñar mis pistolas. Gracias. Démelas en seguida, Piotr Ilitch. Tengo mucha prisa.

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