Los hermanos Karamazov

Mitia lo arrojó al suelo.

—¿Puede darme un trapo para que me limpie la cara?

—¿De modo que no está herido? Lo mejor que puede hacer es lavarse. Venga; le daré agua.

—Buena idea. ¿Pero dónde dejo esto?

Y señalaba, turbado, el fajo de billetes, como si Piotr Ilitch tuviera la obligación de decirle dónde debía ponerlos.

—Guárdeselos en el bolsillo. O déjelos en la mesa. Nadie los tocará.

—¿En el bolsillo? Es verdad... En fin, esto no tiene importancia. Ante todo, terminemos el asunto de las pistolas. Devuélvamelas: aquí tiene el dinero. Las necesito. Y tengo mucha prisa.

Separó del fajo el primer billete y se lo ofreció.

—No tengo cambio —dijo Piotr Ilitch—. ¿No lleva los diez rubios sueltos?

—No.

Pero, de pronto, tuvo un gesto de duda y empezó a repasar los billetes del fajo.

—Todos son iguales —dijo mientras dirigía a Piotr Ilitch una mirada interrogadora.

—¿De dónde ha sacado usted esa fortuna? —preguntó el funcionario. Y

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