El hombre de la máscara de hierro

—¡A palacio y a escape!

Lo que pasaba en el Louvre durante la cena de la Bastilla.

Saint-Aignán, por encargo del rey, había visto a La Valiére: pero por mucha que fuese su elocuencia, no pudo persuadir a Luisa de que el rey tuviese un protector tan poderoso como eso, y de que no necesitaba de persona alguna en el mundo cuando tenía de su parte al soberano.

En efecto, no bien hubo el confidente manifestado que estaba descubierto el famoso secreto, cuando Luisa, deshecha en llanto, empezó a lamentarse y a dar muestras de un dolor que no le habría hecho mucha gracia al rey si hubiese podido presenciar la escena.

Saint-Aignán, embajador, se lo contó todo al rey con todos su pelos y señales.

—Pero bien —repuso Luis cuando Saint-Aignán se hubo explicado—, ¿qué ha resuelto Luisa? ¿La veré a lo menos antes de cenar? ¿Vendrá o será menester que yo vaya a su cuarto?

—Me parece, Sire, que si deseáis verla, no solamente deberéis dar los primeros pasos, mas también recorrer todo el camino.

—¡Nada para mí! ¡Ah!, ¡muy hondas raíces tiene echadas en su corazón ese Bragelonne! —dijo el soberano.

—No puede ser eso que decís, Sire, porque… Sí, Sire, pero…

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