El hombre de la máscara de hierro

Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más substancial lujo gastronómico.

Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos los platos, Athos sólo comió sopa y una porcioncilla de los entremeses. La conversación fue lo que debía ser entre hombres tan opuestos de carácter y de proyectos.

Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se encontraba Athos en casa de Baisemeaux, cuando D’Artagnan estaba ausente, y por qué estaba ausente D’Artagnan, y Athos se había quedado.

Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis, subterfugio e intriga viviente, y vio como en un libro abierto que el prelado le ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró en su corazón, y se preguntó a su vez por qué D’Artagnan se saliera tan aprisa y por manera tan singular de la Bastilla, dejando allí un preso tan mal introducido y peor inscrito en el registro.

Pero sigamos a D’Artagnan que, al subirse otra vez en su carroza, gritó al oído del cochero…

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