El hombre de la máscara de hierro

El general de la orden

Durante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis no perdió de vista al gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su cena, y que era evidente buscaba una razón cualquier, buena o mala, para retardar el cumplimiento de la orden, a lo menos hasta después de los postres.

—¡Ah caramba! —exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese encontrado lo que buscaba—. No puede ser.

—¿Qué es lo que no puede ser? —preguntó Aramis.

—El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no conoce París?

—Adonde pueda.

—Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.

—Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde quiera.

—Para todo tenéis respuesta… ¡Francisco!… al mayor que vaya abrir el calabozo del señor Seldón, número 3 de la Bertaudiere.

—¿Seldón, decís? —preguntó con la mayor naturalidad el obispo.

—Sí, es el nombre del individuo al quien ponen en libertad.

—Querréis decir Marchiali —replicó Aramis.

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