El hombre de la máscara de hierro

—Monseñor —continuó Aramis—, os es conocida la historia del gobierno que hoy rige los destinos de Francia. El rey ha salido de una infancia cautiva, oscura y estrecha como la vuestra, con la diferencia, sin embargo, de que en vez de sufrir, como vos, la esclavitud de la prisión, la oscuridad de la soledad y la estrechez de la vida oculta, ha pasado su infortunio, sus humillaciones y estrecheces en plena luz del implacable sol de la realeza, anegada en claridad en que toda tacha parece asqueroso fango, en que toda gloria parece una tacha. El rey ha padecido, y en sus padecimientos ha acumulado rencores, y se vengará, lo cual significa que será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI o Carlos IX, pues no tiene que lavar injurias mortales; pero devorará el dinero y la subsistencia de sus vasallos, porque ha padecido injurias de interés y de dinero. Así pues, cuando examino de frente los méritos y los defectos de ese príncipe, lo primero que hago es poner a salvo mi conciencia, que me absuelve de que le condene.

Aramis hizo una pausa para coordinar sus ideas y para dejar que las palabras que acababa de pronunciar se grabasen hondamente en el espíritu de Felipe.



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