El hombre de la máscara de hierro

El tentador

—Príncipe mío —dijo Aramis volviéndose en la carroza, hacia su compañero—. Por muy poco que yo valga, por menguado que sea mi ingenio, por muy ínfimo que sea el lugar que ocupo en la escala de los seres pensadores, nunca he hablado con un hombre de quien no haya leído en su imaginación al través de la máscara viviente echada sobre nuestra inteligencia para reprimir sus manifestaciones. Pero esta noche, en medio de la oscuridad que nos envuelve y de la reserva en que os veo, no me será dable leer en vuestras facciones, y una voz secreta me dice que me costará trabajo arrancaros una palabra sincera. Os suplico, pues, no por amor a mí, pues los vasallos deben no pesar nada en la balanza de los príncipes, sino por amor a vos, que grabéis en vuestra mente mis palabras y las inflexiones de mi voz, que en las graves circunstancias en que estamos metidos, tendrán cada una de ellas su significado y su valor, como jamás lo habrán tenido en el mundo otras palabras.

—Escucho —repitió con decisión el príncipe— sin ambicionar ni temer cuanto vais a decirme. —Dijo, y se hundió todavía más en los mullidos almohadones de la carroza, no sólo para sustraerse físicamente a su compañero, mas también para arrancar a éste aun la suposición de su presencia. Estaban completamente a oscuras.

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