El hombre de la máscara de hierro

Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél se apeó inmediatamente, tomó por las riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las malezas, a una alameda sinuosa, en lo último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina más negra que la tinta. Luego el mudo se tendió en un talud, junto a sus caballos, que empezaron a arrancar a derecha y a izquierda los retoños de las encinas.

—Os escucho —dijo el joven príncipe a Aramis—. Pero ¿qué hacéis?

—Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.









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