El hombre de la máscara de hierro

Y apoyando en el suelo la empuñadura de su espada, D’Artagnan se precipitó con rapidez sobre la punta, dirigida contra su pecho. El rey hizo un movimiento todavía más veloz que el de D’Artagnan, rodeó el cuello de éste con el brazo derecho, y tomando con la mano izquierda la espada por la mitad de la hoja, la envainó silenciosamente, sin que el mosquetero, envarado, pálido y todavía tembloroso, le ayudase para nada.

Entonces, Luis XIV, enternecido, se sentó de nuevo en el bufete, tomó la pluma, trazó algunas líneas, echó su firma al pie de ellas, y tendió la mano al capitán.

—¿Qué es ese papel, Sire? —preguntó el mosquetero.

—La orden al señor de D’Artagnan de que inmediatamente ponga en libertad al señor conde de La Fere.

D’Artagnan asió la mano del rey y se la besó; luego dobló la orden, la metió en su pechera y salió, sin que él ni su majestad hubiesen articulado palabra.

—¡Oh corazón humano!, ¡norte de los reyes! —murmuró Luis cuando estuvo solo—. ¿Cuándo leeré en tus senos como en un libro abierto? No, yo no soy un rey malo ni irresoluto, pero todavía soy un niño.

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