El hombre de la máscara de hierro

Celos

Aquella verdadera luz, aquella solicitud por parte de todos, aquella nueva ocasión hecha al rey por Fouquet, suspendieron el efecto de una resolución que La Valiére minó ya en el ánimo de Luis XIV.

El miró a Fouquet casi con gratitud por haber ofrecido al Luisa la ocasión de mostrarse tan generosa y tan influyente en su corazón.

Era el instante de las últimas maravillas. No bien Fouquet condujo al rey hacia el palacio, cuando de la cúpula de este y con majestuoso rumor surgió y voló por los aires una enorme manga de fuego, vivísima aurora que iluminó hasta los más pequeños pormenores de las terrazas.

Empezaban los fuegos artificiales. Colbert prosiguió con obstinación su funesto propósito se esforzaba en reducir de nuevo al monarca a ideas que la magnificencia del espectáculo alejaban demasiado.

De repente, en el instante en que tendía al Fouquet la mano, el rey sintió en ella el papel que, según las apariencias, La Valiére dejó caer a sus pies al marcharse.

El más irresistible imán atraía hacia el recuerdo de Luisa al rey de Francia, que a la luz de los fuegos artificiales, cada vez más hermosos, leyó el billete que él creyó que era una carta de amor de La Valiére.

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